HIERBA MORA
de Teresa Moure
La tertulia de este libro será el 16 de mayo a las 19:30 h. en la Biblioteca Pilar Barnés
Hierba mora se inicia permitiéndonos el acceso ni más ni menos que a los íntimos pensamientos de la reina Cristina de Suecia. Así es como Teresa Moure, desde la primera página de su libro, nos introduce en el universo de la feminidad, pero cuidado, no vayamos a creer que este es un libro de lectura principalmente para mujeres porque no es así; la feminidad que Teresa Moure describe a lo largo de las páginas de esta obra es una a la que no estamos muy acostumbrados. En efecto el universo íntimo de Cristina de Suecia, la que fue reina de los protestantes en el siglo XVII, uno de los personajes más controvertidos de la historia, no tiene nada de banal ni de convencional y tiene mucho que ver con los pensamientos y los sentimientos de un ser humano apasionado que anhela ser y sentirse libre en un mundo que se empeña en someterlo y encasillarlo todo.
El retrato de las inquietudes de esta reina inicia una historia protagonizada por tres mujeres con vidas muy distintas. El tema de la historia se centra en la relación que cada una de ellas por separado mantiene con el filósofo Descartes. Maria Cristina de Suecia y Hélène Jans en vida de dicho autor en el siglo XVII, e Inés Andreade como estudiante de sus obras en nuestros días. Sin embargo, algo mucho más profundo que la admiración por este filósofo y su obra es lo que en realidad une a nuestras tres protagonistas, pues el eje de la acción de esta novela se encuentra en la voluntad de darnos a conocer la posibilidad que tiene toda mujer de proporcionar una óptica sobre los problemas distinta a la masculina, sobre la cual se ha asentado la sociedad desde sus orígenes hasta hoy. Esta obra es un alegato, una invitación a ver la vida, a leer la historia desde un lugar diferente al de los valores del patriarcado que es a lo que estamos habituados.
Es sin duda el personaje de Hélène Jans el más cuidado de toda la novela, el que mejor encarna el intento de Teresa Moure por rescatar la historia anónima y escondida de las mujeres. Con un espíritu anárquico y libre y poseedora de una sabiduría alternativa a la académica pero igualmente valiosa, la figura de la bruja que domina un conocimiento originalmente femenino y perseguido y castigado por las autoridades de la época, demuestra cómo las mujeres apasionadas como ella, a pesar de estar condenadas al fracaso a lo largo del tiempo, han sabido vivir, aprender, disfrutar en un entorno hostil que se empeña en retratar su ausencia.
Bajo el nombre de hierba mora, se entretejen formando un patchwork de unas cuatrocientas páginas desde fragmentos de ensayos filosóficos y borradores de poemas, hasta correos electrónicos, pasando por un listado de conjuros para atraer amantes, cartas, apuntes, máximas morales y recetas del saber de las plantas para curar los dolores que afectan a las mujeres; todo un amalgama de atrevida pasión y conocimiento femenino que a lo largo de la historia ha compartido con el nombre de esta obra la mala fama de tóxico.
HISTORIA DE UNA MAESTRA
Josefina Aldecoa
La tertulia de este libro será el 19 de mayo a las 19:30 h. en la Biblioteca Pilar Barnés
Cuando yo tenía ocho años, vivía en una casa en el campo, una casa perdida en las montañas de León, la casa en que nací. Para ti es imposible imaginar lo que supone esto, el aislamiento y la libertad, la dureza y la debilidad, la valentía y el miedo de los niños en el campo”. Así arranca Cuento para Susana, que Josefina Aldecoa escribió para su hija y que hoy se continúa leyendo, mejor dicho, dictando, en las aulas de primaria del colegio Estilo, que fundó a finales de los años cincuenta –una isla en pleno franquismo–.
Estas palabras, que siguen explicando tan bien la infancia de aquellos que buscábamos renacuajos en el patio del colegio y acabamos criando a nuestros hijos entre moles de cemento, reverberaron ayer en el Círculo de Bellas Artes de Madrid durante el homenaje a la que fue escritora, pedagoga y, por encima de todo, una mujer elegante. No me refiero tan sólo a sus collares de perlas ni a la media melena rubia y lacia que lució hasta su muerte. Se trata de otra cualidad que interioriza la firmeza y la tolerancia, la curiosidad y la prudencia, capaz de desplegar un sentimiento confortable a su alrededor. Lo recordaban ayer algunos padres de alumnos, como Jorge Valdano o Joaquín Estefanía: no hubo mejor ejemplo de refinamiento estético y progresismo intelectual que ella. Victoria Prego habló de la obra magna que Aldecoa tejió a lo largo de cincuenta años, la que no genera derechos de autor pero deja huella. “Y eso que el colegio le costaba dinero”, recordó. Padres y alumnos, por un día, nos sentamos mezclados y muy cerca, lejos de debates desalentadores y conscientes del peso de ese motor social llamado escuela.
Heredera de los principios educativos de la República, Josefina Aldecoa se hizo mayor el día en que fusilaron a su profesor de la Escuela Preparatoria. A pesar de la censura, simultaneó sus dos pasiones: literatura y educación, y dado que conseguir libros era una tarea ardua en los cuarenta, estableció una buena red con sus compañeros de juventud: José María Valverde, los Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, o posteriormente con el que sería su marido, Ignacio Aldecoa. Miembro de la generación de los 50, la joven Josefina iba a visitar a Pío Baroja y veía pasar a Azorín por la calle de la Montera. Su ideario educativo, inspirado en el de la Institución Libre de Enseñanza, insistía en tratar a cada niño como una persona, estimular su creatividad, exigirle lo mejor de sí mismo, desarrollar su sentido crítico e imponer pautas: “Pocas, pero muy claras”, solía decir, consciente de que nada desconcierta más a un niño que la ausencia de normas.
Desde hace dos años, Josefina dejó de ir a diario a la escuela y se refugió en su casa de Santander, Las Magnolias, donde falleció antes de llegar la primavera. A pesar de que la tentaran para entrar en política, se resistió a abandonar las famosas puertas correderas de su despacho. “Nunca castigaba”, recordaron los alumnos, pero bastaba una mirada suya, cuatro palabras, para saber qué límite se había traspasado. En los últimos tiempos intervino en algunos debates actuales: aseguraba que era una barbaridad separar a niños y a niñas; también sostenía que, si bien era imprescindible que los padres dedicaran tiempo a los hijos, había comprobado que los niños cuyos dos progenitores trabajaban respondían mejor. Defendía la cultura del esfuerzo, pero sin disociarla de su principal prioridad: “Lo más importante es que los niños sean felices”. Tal vez por ello, en las aulas se escucha su aria preferida, con la que se le despidió, el dueto de las flores de Lakmé, ahora que el jazmín se entrelaza a la rosa.