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Los cada vez más numerosos lectores de John Banville están de enhorabuena: en La guitarra azul encontramos su reconocible mundo literario, y además una sorprendente vuelta de tuerca sobre su propia obra. De entrada, todos los motivos banvilleanos: un narrador que nos cuenta (y se cuenta) su propia historia para entenderla; el obsesivo buceo en el pasado cenagoso; una huida al lugar de la infancia; referencias pictóricas; la doble tensión entre la memoria y su recreación tramposa, por un lado; y la realidad y sus representaciones por otro. Y por supuesto la prosa elaborada de Banville.
La trama es inusualmente ligera: una historia ordinaria de adulterios cruzados, protagonizada por un pintor que ya no pinta, Oliver Orme. Hay, sí, una reflexión sobre la imposibilidad para alcanzar la esencia de las cosas, y cómo el arte transforma la realidad (siguiendo el verso de Wallace Stevens). Pero donde otro autor (el propio Banville en otro momento) habría escrito una tragedia conmovedora, aquí elige el camino de la comedia. Se suceden situaciones grotescas, subrayadas por la mirada burlesca del propio Orme, un odioso narcisista que se ríe de sí mismo y de las tragedias ajenas: “Es terrible decir esto, pero encuentro cierta comicidad en el espectáculo de los males del corazón y el sufrimiento ajenos”.
Los personajes tienen menos profundidad, caricaturescos hasta en sus nombres (Olly y Polly), y subrayados mediante descripciones cáusticas: “Tenía un aspecto deteriorado y seco, como si lo hubiesen dejado al aire libre durante largo tiempo para que le curtieran los elementos”. De otro se dice que al gesticular “fue la viva estampa de la reina Victoria durante sus últimos años”.
Por si todo lo anterior fuera poco, hay un coqueteo steampunk y un aire general de parodia, incluso parodia del propio Banville, más irlandés que nunca (más Joyce que Nabokov). Y ahí está la vuelta de tuerca: si por lo general sus narradores son poco fiables, dubitativos y muy conscientes de los límites y dobleces de su propio relato, la locuacidad de Orme se revuelve contra la novela misma, contra su condición de artificio, con el peligro de volver ridículas sus reflexiones. Y en su onda expansiva alcanza a libros anteriores del irlandés. “Maldita sea, otra nueva digresión”. “Otra de esas disertaciones mías, de las que estoy seguro que ya os habéis agotado”. “Por cierto, he notado que la lluvia jalona mi relato con sospechosa regularidad”. Conseguir que bajo esa mirada ácida no suenen ampulosas las hermosísimas frases marca de la casa es una proeza de la que pocos autores son capaces. Banville lo es.
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