Relato ganador del VI Certamen de Relatos Cortos de la Biblioteca de Purias,
organizado por la Red Municipal de Bibliotecas de Red de Bibliotecas de Lorca.
“La chaqueta de esmoquin”: de Purificación Gázquez Rodríguez
LA CHAQUETA DE ESMOQUIN
Las manecillas avanzaban, imparables, golpeando sin piedad a cada hora que pasaba, y recordándole que no podía perder ni un valioso segundo de la madrugada. Los modelos terminados se enfilaban en el perchero a la espera del último retoque de plancha. Y los que estaban aún por terminar, esperaban su turno en los respaldos de las sillas o en las púas de los cuadros de la pared, en colgadores improvisados. La papelera estaba desborda de de papeles de los patrones y, el suelo, salpicado de restos de embastes.
El aparente desorden de talles y contornos estaba ordenado milimétricamente en su cabeza y ninguna puntada quedaba expuesta al azar.
La noche caminaba, lechosa e imparable, y castigaba con un inmisericorde insomnio a Rosa, la modista. Era la víspera del primer día de comuniones y, como cada año, los niños y sus familias tenían una cita obligada con la oblea bendita y el consiguiente festejo familiar. En la iglesia y en el restaurante, la exhibición de trajes de estreno de las madres, tenía que brillar, necesariamente, para lucimiento y ostentación de las mujeres y para suscribir el éxito de las modistas, un año más. Esa majeza suponía, para Rosa, un mes de arduo trabajo.
El proceso era el siguiente: Primero había que recibir calurosamente a la clienta y colmarla de acogedoras conversaciones intrascendentes mientras tomaban café o té de frutas.
-“…y mi madre me cosió un traje precioso.”
-“¿Azúcar?”
La alemana asintió con la cabeza y Rosa le ofreció un terrón de azúcar moreno. Recordaba que era lo que Hanna tomaba con el café. Era una clienta muy exigente y siempre se esmeraba en contentarla. Sobre todo porque le gustaba mucho la ropa a medida y porque cambiaba el vestuario cada temporada.
-“Danque”. A pesar de llevar muchos años en España, no había perdido los modales exquisitos y la sobriedad de sus orígenes.
-“También llevé un sombrero de copa. Con mis cabellos rubios y mi rostro angelical, mi parecido físico con la Dietrich era extraordinario. Fue la mejor actuación del colegio, sin duda. Nunca olvido aquel maravilloso día”.
Después había que tomar las medidas, agasajando el tipo de la clienta; y determinar el modelo. Hanna siempre traía una revista de Vogue y las ideas muy claras. -“Esta vez tienes que darlo todo, Rosa. Quiero que las arpías de mis cuñadas se queden impresionadas. Nunca me aceptaron por ser extranjera. Aunque no sé por qué te digo esto, si eres la mejor modista que conozco”.
Más tarde, Rosa realizaría los patrones, ejecutaría el corte de la tela, procedería a taladrar y embastar las piezas del puzle y, una vez puesto a prueba el modelo, esperaría la visita de la clienta para proceder a la prueba. En ocasiones era necesaria una segunda prueba si algún detalle quedaba por fijar, pero en Rosa no era habitual. Tantos años al mando de la aguja la habían dotado de una gran exactitud en la confección.
A continuación, se pasaban los hilvanes a máquina, se quitaban los embastes, se planchaban las costuras, se terminaban las zonas delicadas a mano y se recibía nuevamente a la clienta.
Esta vez, el recibimiento tenía que ser más cálido que el primero porque esa visita se acompañaba del consiguiente desembolso monetario y ya se sabe que la víscera más sensible del ser humano es la billetera. Además, la clienta se tenía que marchar feliz con el modelo.
Después vendrían las críticas. Al principio le preocupaban. Luego aprendió a conocer cuando su trabajo era impecable y no suponía ningún problema. Pero, esa jactancia también implicaba pasar noches de obligado insomnio y puntadas de madrugada al compás del quejumbroso cabalgar de la máquina de coser y de la voz amigable de locutor de la radio, su compañera fiel.
Rosa tenía en sus manos el traje de chaqueta de Hanna. Era muy elegante. Combinaba el blanco y el negro en un curioso damero y, como se vio en la prueba, abrazaba el cuerpo con un corte exacto y apropiado para realzar el tipo de la alemana, que era una mujer muy hermosa. El cuello era de esmoquin, con una delicada curva que se deslizaría por el busto hasta alcanzar un precioso botón de cristal. La tela era de seda salvaje, con los característicos grumos. Rosa pensó en los miles de gusanos que habrían sido ahogados para obtenerla y sintió un escalofrío.
Cogió las tijeras. Solo le quedaba ultimar el cuello. Habría dado su reino por poder dar una cabezadita de un cuarto de hora y, así, ahuyentar el sueño un rato más. Pero sabía que no podía permitírselo. Así que se volvió a lavar la cara de nuevo y se preparó otro café.
Entonces la emprendió con el susodicho cuello. Cosió paralela al hilván, mientras en la radio es escuchaba a Iva Zanici: “Debo hacer un alto mi capitán, porque estoy cansado y no puedo más”. Le gustaba la emisora Nostalgia porque radiaba en bucle canciones de antaño.
Recortó el sobrante de la costura y le hizo unas pequeñas incisiones transversales en la misma, para poder asentar mejor la tela al darle la vuelta. Pero, al realizar el último corte, el sueño se apoderó de Rosa. Y, con la contundencia de un volantazo de camionero, le propinó un tijeretazo espantoso a la altura del cuello de esmoquin.
Fue un acto reflejo, involuntario. El movimiento hizo que la tijera se adelantara tres kilómetros, (¿o fueron solo tres centímetros?), hacia el interior de la chaqueta.
Fue en la parte delantera. En la parte que más de vería en las fotos. Cerca del bolso Louis Vuitton que se compró la alemana para tan magno evento. A la altura del corazón de esa abnegada madre de mayo, y ahora roto en mil pedazos.
Allí. Allí, sí, a la vista de todos. El tijeretazo de la chaqueta se abre paso como la grieta que un terrible terremoto abre en las entrañas de la tierra y aflora a la superficie succionando todo a su paso. Se traga la mesa de corte, la máquina de coser, los modelos de las perchas y a las modistas torpes que no son capaces ni siquiera de esquivar al sueño.
El sueño. Ese que, ahora, se va. Que se esfuma. Que desaparece y se transforma en sensación de pánico. Y deriva en un trémulo temblor de agonizante. La adrenalina cabalga hacia las sienes y la habitación de costura se torna en un terrible bosque de monstruos horripilantes con cabeza de madre de comunión y cuerpos entallados con gigantescos cuellos de esmoquin.
-“¿Y, ahora qué hago? Si al menos tuviera tiempo de encontrar un trozo de tela y rehacer el cuello. Dios mío, ¿qué hago ahora?”
La desolación se acomoda en el sudor frío. Y el locutor de la radio, las manecillas del reloj y el lucero del alba, que se ha asomado a la ventana para contemplar la hecatombe, preguntan al unísono:
-“¿y, ahora, qué harás?”
-“¿y, qué harás, ahora?”
En la radio suena Lili Marleen. -“La famosa canción alemana fue compuesta por Norbert Schultze en 1937, sobre un poema escrito por un soldado alemán llamado Hans Leip, en 1915, recordando a su novia”-, explica el locutor. -“Más tarde, sería adoptada como canción de la compañía militar del ejército de Rommel. Después, sería adoptada por las tropas inglesas, gracias a la BBC. Y terminó cantándose en cuarteles y hospitales de todo el mundo, ya traducida a los respectivos idiomas. Todos recordamos la belleza de Marlene Dietrich, en Vencedores y vencidos”- añadió.
Las notas del acordeón, como plañideras ráfagas de viento, y la voz grave y nasal de la cantante, inundan el taller. ♫♪-“…ella conocía tus pasos, tu elegante andar…”. ♫♪ -“Wie einst, Lili Marleen, wie einst, Lili Marleen …”
De pronto, la habitación deja de dar vueltas y el cuello de esmoquin termina de soltar carcajadas y mofarse de su creadora.
-“¡Ven aquí, deja de regodearte en mi miseria, maldito!”
Y todo vuelve a la normalidad. El lucero avanza hacia el alba. Las manecillas avanzan hacia las campanadas de la siguiente hora. Y, Rosa, la modista, se acomoda en su silla y emprende la tarea con la misma profesionalidad de siempre. Con mucha cautela, traza unas líneas con el carboncillo, tomando las medidas exactas y oportunas. Recorta, cose y plancha.
Cuando ha terminado, el tijeretazo y la tela aledaña acaban en el cubo de la basura. Nadie sabrá nunca lo que esa noche dio de sí.
A las 8:00 en punto de la mañana, las manecillas avisan a Rosa de que Hanna está entrando en el porche. Los gorriones lo corroboran.
Viene con el peinado almidonado, el dinero en el monedero y la ilusión en las alforjas. A Rosa se le seca la garganta. A los gorriones del jardín se les paraliza el vuelo. Y el sol se detiene, intrigado y temeroso. La modista saca el traje de chaqueta, le quita la funda, descuelga la chaqueta, la acaricia, se la coloca a la clienta con la delicadeza con que una madre primeriza viste a su bebé.
La alemana se sitúa frente al espejo. Se gira. Se pone de perfil. Ahora, del otro perfil. De puntillas. Se coloca las gafas. Su rostro empieza a sufrir una sutil metamorfosis: se pone seria, se le dilatan las pupilas, se le riza el entrecejo…
Y dispara la pregunta inevitable:
-“¿Pero, este no es el cuello que dijimos? Este tiene picos”.
Un silencio marmóreo de millones de años inunda la habitación. Rosa traga saliva, toma aire suavemente. Y responde con toda la serenidad de que puede hacer acopio:
-“Efectivamente. Era un esmoquin. Pero cuando terminé de hablar contigo me di cuenta de que tu estilo se acomoda mucho mejor a la solapa Marleen. Es un estilo magnífico y estoy segura de que marcarás tendencia. Además, ¿qué mejor homenaje a tus orígenes que vestir esta chaqueta el día de la comunión de tu hijo? Se te ve elegantísima”.
-“Vas a deslumbrar”, concluyó.
La clienta esboza una tímida sonrisa. Después sonríe abiertamente. Se mira y se contempla en el espejo. Se gira y le dice a Rosa, cogiéndola del brazo:
-“Danke. Tú si sabes llegar al alma de tus clientas. Eres, sencillamente, maravillosa”.
Los gorriones reanudan su algarabía en la calle. El sol reemprende su marcha. Y una gran modista afloja el nudo de la cinta métrica de su cuello.
Ann Lowe
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