La tibieza de los días de Antonio Luís Paez

 

relato ganador del V Certamen de Relatos Cortos de la Biblioteca de Purias, 
organizado por la Red Municipal de Bibliotecas de Red de Bibliotecas de Lorca



LA TIBIEZA DE LOS DÍAS 

 (M. de Crayencour)


No vio venir el balón hacia su hombro hasta que el impacto era ya irremediable. Benditos críos; una vez más, aunque en esta de forma más contundente que en otras ocasiones, lo habían sacado del estado de ensimismamiento que, cada vez con más frecuencia, se apoderaba de la mente de Patricio cuando sus pasos lo llevaban al jardín de Floridablanca y encontraba libre ese banco que siempre lo llamaba de forma poderosa, como llaman las sirenas a esos marineros que vagan en busca de Ítacas.

- ¡Mario! ¡No has visto lo que has hecho! Pídele perdón a ese señor e iros a seguir jugando al otro lado de los columpios –gritó una de las madres del corro cercano que había presenciado el eficaz y poco menos que letal balonazo.

Patricio levantó la mano hacia el niño en señal de disculpa por haberse interpuesto en la trayectoria del balón; él siempre fue consciente de que en los parques los intrusos son los mayores que se arriesgan a interrumpir las batallas y lances de habilidad de los verdaderos dueños de esos espacios. Empujó con el pie el balón en dirección al niño que, parado ante él, dudaba sobre cómo llevar a cabo las exigencias de disculpas de su madre. –No ha pasado nada, chaval. Ha sido un buen tiro, siento haberme puesto en medio.

Una vez de vuelta en la realidad, efecto del golpe recibido, recordando la misión que le había llevado hasta allí sacó del bolsillo de su chaqueta el frágil y ajado ejemplar de “Maneras de estar solo” y localizó la esquina doblada que señalaba el poema de Eloy Sánchez-Rosillo sobre el que al día siguiente
propondría una reflexión a sus alumnos de primero. Una buena clase; atentos por norma general a sus exposiciones. Un pacto no escrito entre Patricio y sus alumnos determinaba cuándo ellos debían estar pendientes del profesor y, también, cuando no se les debía exigir más y tocaba relajar la clase dejando que los jóvenes universitarios tomaran las riendas.

“A veces recuerdo la tibieza de aquellos días, la gracia de aquel cuerpo dormido…”

Patricio, en su banco del jardín, reprimió una sonrisa al comprobar que, una vez más, el bloqueo en su cerebro le impedía recordar la continuación de aquel pequeño poema que había leído cientos de veces. No importaba; sin duda ese

sería el elegido para la clase del día siguiente. No había opción posible; sentía la obligación de rescatar del olvido esos versos a los que, posiblemente, incluso su 2

autor pudiera considerar ya una antigualla sin signos de vida.

Sentado en el banco, controlando por el rabillo del ojo a los futbolistas que seguían tirando chutes como si les fuera la vida en ello a pesar de las instrucciones de esa madre que había vuelto a la airada conversación de su corrillo, la mente de Patricio volvió a sumergirse en las profundidades para regresar a sus dieciocho años, a ese día en que, inexplicablemente, decidió sacrificar las dos o tres copas con los amigos para las que tenía dedicado el presupuesto de esa noche por el librito que ahora tenía en sus manos. Nunca antes había comprado poesía, pero el título sugerente, la suave sonoridad del nombre del autor, la escueta ilustración de la portada y las ganas de tener una excusa para entrar en la librería de Diego Marín no le dejaron más opciones.


Ahora, cuarenta años más tarde, esos eran sus tesoros: El libro de Sánchez Rosillo; ese poema leído al azar en el primer banco que encontró después de comprarlo y también el momento de su vida al que siempre lo retrotraía su lectura.

La nostalgia, una vez más, se convirtió en un nudo alrededor de su garganta que no se aflojó hasta que una tímida lágrima recorrió el tobogán entre su mejilla y la nariz. Habitualmente rodeado de gente, Patricio volvió a saber de su soledad porque no estaban relacionados en el carné de invitados a su presente aquellos nombres mitificados de su juventud añorada, esos ahora desconocidos a los que él nunca había dejado de considerar sus mejores amigos.

-Buenos días. Creo que estos minutos de cortesía han sido suficientes para

los menos puntuales, así que comenzamos la clase. Hoy seréis vosotros quienes 3

hablaréis. Os propondré un poema y a partir de ahí escucharé vuestros comentarios. No necesito repetiros que no existe comentario ridículo ni banal. Hoy hablamos de poesía, y la poesía o no dice nada o despierta sensaciones; despierta sentimientos, recuerdos, aromas... Todo lo que queráis decir será escuchado y valorado y de todo ello aprenderemos, hasta de lo más gracioso o canalla, que, conociéndoos, seguro que también habrá.

-El poema elegido para hoy se titula “Cuerpo dormido” y dice así…

Patricio, seguro de que aquel era el peor momento para intentar solucionar su eterno bloqueo, buscó con su dedo la página doblada que señalaba el poema en el libro, y con ese as en la manga comenzó a recitar:

“A veces recuerdo la tibieza de aquellos días…”


Enseguida supo que no era capaz de continuar. Una vez más, como el día anterior en el jardín de Floridablanca, su mente se sumió en el abismo del recuerdo y la conexión con el entorno real quedó reducida a una fina línea de algo frágil a punto de quebrar.

La entonación para acabar el primero de los versos daba pie a esa pausa dramática que le permitía aún continuar el recitado leyendo abriendo el libro que sostenía entre sus manos con su índice introducido en la página del poema, pero cuando su mirada se posó sobre la página solo encontró una hoja en blanco.

Abrió la boca para intentar continuar, pero no salió de ella más que silencio. El mismo silencio que inundó el aula. Si ya sus alumnos estaban callados cuando

él empezó a recitar, en aquel momento incluso dejaron de notarse los murmullos

de los pensamientos que pudieran haber enturbiado la nada que lo envolvió todo. 4


El profesor miró a la clase. La incomprensión se hizo recíproca: ni los alumnos sabían qué le pasaba a Patricio ni él entendía las caras de incertidumbre y sorpresa de ellos.

Volvió a mirar la página del libro ya abierto en su mano. Seguía siendo una hoja en blanco. De forma involuntaria, sin contacto ya con la realidad, Patricio se volvió hacia la ventana y sus ojos se pararon en un rincón del jardín del campus en el que un alumno solitario leía un libro sentado en uno de los bancos.

De algún modo, supo que el lector no era otro que él mismo; que no veía otra cosa en ese momento que el pasado añorado. Se veía esperando la llegada de sus amigos en el banco de un parque mientras ojeaba su libro de poemas recién comprado: en definitiva, la ventana le mostraba el resumen de la felicidad.

Uno de sus alumnos se levantó del asiento y, tras unos segundos inmerso en el silencio que flotaba sobre el aula, mirando a su profesor de espaldas a él recitó con voz clara, como para despertar de su ensimismamiento a Patricio:

“…la gracia de aquel cuerpo dormido,


la blancura del lecho en un rincón del cuarto…”

El alumno calló, y tras un breve silencio, pidió: -Patricio, por favor, sigue tú. Su mente comenzó a saltar entre libros, ventanas, lámparas y rumores;

entre los bancos de un parque con niños jugando bajo la atenta mirada de las

caras bigotudas y serias de los pensamientos de los parterres. Algo hizo clic en su cerebro.


Sin apartar la vista del jardín al otro lado de la ventana ni de la imagen cada vez más borrosa del solitario Patricio de los dieciocho años, dejando en el alféizar el libro que aún tenía entre sus manos, rompió el nuevo silencio que siguió a los versos recitados por su alumno y comenzó a declamar con voz queda:

“A veces recuerdo la tibieza de aquellos días, la gracia de aquel cuerpo dormido,

la blancura del lecho en un rincón del cuarto, el libro abandonado, entreabierto, la lámpara sumisa, la ventana, el sonido lejano de la lluvia, los lentos rumores de la noche.

Y pienso entonces que fue hermosa la vida, y acaricio en mi pecho las heridas del tiempo.

Tras unos segundos con los ojos apretados, llenos de unos dieciocho años mucho más que lejanos, aún sin saber claramente qué era lo que había ocurrido, Patricio se volvió hacia la clase, que permanecía en silencio. Al ser consciente de que había vencido su bloqueo, su rostro dibujó una tímida mueca parecida a una sonrisa.

El alumno que hizo de catalizador, que sabiendo de memoria el mismo poema de Sánchez Rosillo desató el nudo de la mente de Patricio, aún en pie, dio comienzo a un aplauso lento, sentido; ese tipo de aplauso que no pretende adular

a quien lo recibe sino agradecerle lo compartido. El resto de la clase lo secundó. 

El profesor pidió silencio y comenzaron las preguntas a sus estudiantes.

Sentado en un banco del jardín de Floridablanca, el antiguo profesor apenas recuerda su vida laboral. Hace tanto tiempo de su despedida de las clases, de las preparaciones de exámenes, de los alumnos, de aquel día de los aplausos… Sin embargo, el antiguo poema que tanto tiempo su memoria rechazó guardar sigue intentando vivir, y resuena en su mente ese primer verso que da pie al pasado: A veces recuerdo la tibieza que aquellos días, y, junto a los columpios de parque, Patricio acaricia en su pecho las heridas del tiempo mientras, una vez más, saca del bolsillo el ajado librito de poemas con la esquina de una página doblada que le ha acompañado desde sus dieciocho maravillosos, perdidos, años.

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