Al envejecer, los hombres lloran de Jean-Luc Seigle

La tertulia de este libro será el 12 de diciembre a las 11 h. en la Biblioteca "Pilar Barnés".

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Delicada epopeya de la derrota y la renuncia, de la rebeldía y el sacrificio en aras del progreso, «Al envejecer, los hombres lloran», del dramaturgo y guionista francés Jean-Luc Seigle, es una novela sorprendente e inusual. Tras la apariencia de ser tan solo una modesta y minimalista tragedia de lo cotidiano, se eleva continuamente del tópico para alcanzar altas cuotas de «poesía e imaginación», como se dice en esta particular e incruenta «guerra de tiempos». Una guerra que se pelea en un pequeño e insignificante pueblo galo de apenas setenta habitantes, en el interior de sus gentes, mientras los fantasmas de dos guerras mundiales se pasean aún por todos los rincones, tanto físicos como mentales. 

De forma desgarradora y dolorosa, «Al envejecer, los hombres lloran» da cuenta del inicio de una época de mutaciones que lo cambiará todo. Durante el único día, el 9 de julio de 1961, en que transcurre esta subyugante novela, el pueblo de Assys se dispone a recibir su primer televisor. Será en casa de los Chassaing, que han sido avisados de que su hijo mayor, destinado en Argelia, va a ser entrevistado para un reportaje. Con ese motivo, todos los vecinos se han reunido en el salón e incluso alguno se ha arreglado y emperifollado como si fueran al teatro. 

Albert Chassaing, el padre y héroe discreto y aparentemente sencillo de esta callada epopeya, un nostálgico y romántico resistente de los viejos tiempos, lleva el peso de la narración. Todo gira alrededor de él, que acabará sellando el paso de un mundo a otro. Hace tiempo que dejó el campo y las costumbres de sus mayores para entrar a trabajar de obrero en la cercana Ciudad Michelin. 

Su mujer, Suzanne, deslumbrada por las heroínas de telenovela, es una abanderada de la palabra «moderno», «que todo el mundo tiene en la boca y que es el diapasón de los nuevos tiempos». Su único sueño es vender la vieja casa donde viven y comprarse un chalé o un piso en la ciudad. De momento, va vendiendo poco a poco a un chamarilero las antiguallas de los padres de Albert. 

Albert, además, es un curtido veterano de la poco honrosa línea Maginot, que hundió a los franceses en la más chusca y vergonzosa de las derrotas. Esa mañana, por primera vez en su vida, ha derramado unas lágrimas nada más despertarse. El pudor siempre le impidió cualquier manifestación de sus sentimientos. Pero hace tiempo que siente que todo se hunde a su alrededor y que sobra en este mundo. Tan solo su hijo pequeño, Gilles, de diez años, un enviado de lo mejor de un futuro aún por llegar, un lector embriagado de todo lo que cae en sus manos, le mantiene aún atado al frágil pulmón de acero de su cada vez más desilusionada existencia. 

Esa existencia no deja de recibir nuevos golpes, como ahora mismo, con esa amenaza que se cierne sobre todos ellos: la concentración parcelaria. Una expresión que Albert detesta, ya que deja suponer de repente «que el mundo de sus antepasados había sido un mundo desarticulado, sin estructura, una especie de gran cadáver». A ese cadáver solo cabe enterrarlo a toda prisa y por la puerta de atrás, por la de la recogida de desechos inservibles. Unos desechos que a todos ellos les recuerdan épocas de escasez y subdesarrollo, de derrotas bochornosas, como esa línea Maginot que nadie quiere recordar. 

Lo único que angustia a Albert es saber quién cuidará del sensible y perspicaz Gilles. Él es diferente y desde luego no ha heredado la vulgaridad y el entusiasmo por el consumo de su madre, la bella Suzanne. Pero ese día Albert ha descubierto cómo arreglarlo, para cuando él ya no esté. Un providencial recién llegado al pueblo, un maestro jubilado de París, con una enorme biblioteca, cumplirá con creces su papel de introductor de lo mejor de la nueva era en la mente y en el corazón –un bello corazón, aún intacto y sin corromper– del pequeño Gilles. 

Fuente: abc.es

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