Un tren a la calle Vela relato ganador del certamen de relatos cortos de la biblioteca de Purias y un Radio Corto titulado Lluvia púrpura en la radio

  



En "De buena mañana" de Cadena Azul nuestra compañera Elena Hernández nos sorprende con un programa especial que consta de dos partes. En la primera nos lee el relato ganador del certamen de relatos cortos de la Biblioteca de Purias titulado Un tren a la calle Vela por F. Cabrel con música Spiegel im Spiegel, for Viola & Piano.


Y en la segunda parte, cambia de tercio ofreciéndonos la lectura de un Radio Corto. Secuencia 1 titulado Lluvia púrpura y que puedes leer más abajo. La música que acompaña al radio corto en cada una de las secuencias es:


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LLUVIA PÚRPURA

Perfidia flota en el aire, al otro lado del tabique está el abuelo, adolece de una tristeza crónica desde que a la abuela se la llevó, como él suele decir, una mala enfermedad, a él le quedó una mirada triste y una sonrisa amarga que sólo se dulcifica cuando me mira a mí. Liliana, así me puso mi madre en honor a la protagonista de una película argentina, poco después, me quedó Lili y ahora tan sólo L. A través del tabique a mi derecha, está el marido de mi madre, Mr. Amargado, como yo le digo, o señor K. como le dice Eva, dejo a criterio de quien me escucha el despejar la incógnita que envuelve esa K., K. es consumidor compulsivo de documentales de naturaleza adolece de una arrogancia y una estupidez crónicas y lo mejor que ha hecho en su vida ha sido casarse con mi madre.

Sin saber a ciencia cierta de dónde ha llegado, siento cómo germina la ira en mi interior enredada a mis venas, emponzoñando mi alma, siento una opresión en el pecho, me falta el aire, necesito salir, me levanto de la cama y dirijo mis pasos a la puerta. Suena un portazo tras de mí, como una detonación, no puedo esperar los tiempos cifrados del ascensor, mis pies se precipitan por las escaleras incapaces de seguir el ritmo de la ira en mi interior, una ira indómita, desconocida, que el cielo me ayude, my personal Jesus.

L. sale a la calle, a una tarde de junio bochornosa, pero no ve las frondas de los plátanos de un verde luminoso que flanquean la calle, que emboscan un cielo acerado. No oye el piar de los pájaros, ni el murmullo de las conversaciones ocasionales, ni el rugido quejumbroso de los coches que la rebasan, no advierte el color amarillo del suelo alfombrado de lágrimas vegetales. Mira sus pies que se persiguen uno a otro con rabia como pirañas mordiéndose uno a otro, veloces. Siente los latidos en su pecho golpear intensamente, resonando en su cabeza, su caja torácica es una caja de resonancia con amplificador, su cerebro cuatro paredes en las que reptan enloquecidos lagartos, mientras las pirañas siguen su ritmo frenético mordiendo la acera a su paso.

L. sale un instante de su improvisada burbuja, levanta la vista de sus pies y alcanza a ver ya desde lejos la fachada del Siroco, el lugar en que la esperan Eva y los demás. Una fachada blanca con dos pequeñas ventanas en la parte superior y una enorme puerta de madera azul tunecino, el Siroco había sido en tiempos pasados una pequeña bodega y de ella había heredado una luz tenue en su interior, un aroma a roble y un agradable frescor, también una inusitada puerta de madera con remaches de un irreverente azul tunecino.

Empujo la puerta con decisión, escucho la música que ya se asoma al exterior, los primeros acordes de Lost on you, se derraman como lluvia fina, atemperan un poco mi ánimo, hoy debe estar Jimmy, el camarero nuevo, este es su estilo. Nada más cruzar el umbral mientras mis ojos se adaptan a la luz, sonidos familiares me arrullan: tintineo de vasos, el sonido de las viejas máquinas “Pinball”, el entrechocar de las bolas de billar, más al fondo el volteo de los futbolines y en el ángulo de la derecha las ocasionales protestas de Betty, la cacatúa, blanca, endémica del local y siempre cubierta de polvo. Eva me saluda con la mano, me acerco a la barra y pido un dry purple rain, el primer sorbo calienta mi garganta, debe ser el tequila, parpadean los neones rojos y azules eléctrico, levanto la vista al techo y me entristecen las luminarias, pobres peces globo, que han tragado tenues resplandores y que naufragan en un difuso y granulado océano de escayola. Me hacen señas con la mano, todos están alrededor de la mesa de billar, Eva como siempre habla con Mario, las chicas estudian las probables trayectorias de las bolas que se deslizan indolentes sobre el tapete de intenso color verde, Miguel en el ángulo izquierdo abrazado al taco de billar como para poder permanecer en pie y Raúl que viene a mi encuentro, se acerca y posa sus manos en mis caderas, inhala aire los exhala mientras sigue las líneas de mi cuello con su nariz, después un instante furtivo, un beso que esquivo a medias, un beso que no me sabe a nada, lo miro a los ojos, tiene unos ojos ciertamente bonitos, pero su mirada es aséptica, doy un paso hacia atrás y un nuevo sorbo a la copa, la angustia vuelve a atenazarme la garganta y la voluntad, me falta el aire, siento deseos de echar a correr, Miguel me mira por primera vez me encuentro de lleno con su mirada anhelante, cálida y acogedora.



Acabo de mirar a L., no es la primera vez, me parece haberla estado mirando siempre, desde el jardín de infancia, con sus ojos intensos, de un oscuro insondable, con una mirada inquisitiva, traviesa, luminosa, con sus rizos despeinados al aire, con su risa sonora, sus manchas, sus rodillas rasguñadas, sus zapatos escolares también rasguñados, llenos de polvo. No la reconozco en su mirada de hoy, triste, agotada, como de animal acorralado, la veo salir precipitadamente y sigo sus pasos y ya en la calle la llamo ¡Liliana!, ella se vuelve, sabía que iba a hacerlo, nadie la llama así, la alcanzo y la retengo cogida del brazo y la miro.

Caminan juntos por la acera, a la par, sus pasos se acompasan, se confunden, el ritmo se afloja, pasean bajo las frondas verdes, sobre pétalos amarillos, hace un calor sofocante, el cielo amenaza tormenta, los cumulonimbus parecen enormes torres de defensa que ascienden hasta las mismas raíces del cielo, mientras, ellos llegan al Fujiyama, el restaurante japonés,



Se sientan frente a la fachada del restaurante y comen sentados en la acera, sin hablar, con las rodillas juntas, sosteniendo la minimalista bandejita de sushi, los palillos hashi abandonados en el suelo, ¿por qué ahí? para poder admirar el monte Fuji, enmarcado en una estilizada rama de cerezo profusamente florecida, que está dibujado a gran escala en el escaparate del Fujiyama, a L. siempre le ha gustado mirar el monte Fuji, ejerce en ella un magnetismo especial, la música le ha devuelto la calma, ya no siente angustia, mientras él la mira constantemente, con disimulo para adivinar cómo se siente. La cortesía japonesa incluye unos vasitos de sake, mientras beben se miran y a los ojos de ella aflora su mirada traviesa como un náufrago no naufragado que flotara a la superficie. Retumban poderosos truenos como detonaciones atómicas. El fragor de la batalla intestina que se libra en las entrañas del cielo los devuelve ya a la incipiente noche, el aire caliente azota sus rostros como a pompeyanos atrapados in fraganti. Se levantan y caminan por la acera alfombrada de pétalos de jacarandá, tan exiguos árboles no los protegen, caen las primeras gotas, enormes, calientes y caminan más deprisa, sus pies como peces voladores que saltan y se buscan. Pegados a una fachada, se refugian bajo un balcón, desde el que se escucha Purple rain. La lluvia cae ya incesante, como si fuera el sumidero del mismo cielo, la noche oscura se enciende intermitentemente, de mano de una intensa tormenta eléctrica el cielo se tiñe a fogonazos de morado y naranja. Bajo el balcón, empapados se abrazan, se reconocen en una cálida mirada y el beso brota hondo inconmensurable, de repente interrumpido por una tromba de agua que como una cascada desciende desde el canalón que está sobre sus cabezas, como derviches, embriagados de lluvia púrpura, sus pies no caminan flotan, L. siente una presión en la espalda, siente que le nacen unas alas, mira al cielo y un fogonazo anaranjado, trae consigo un recuerdo, el de una marea anaranjada, millones de mariposas monarca de Michoacán, que migran con rumbo cierto, como sus pies, peces anaranjados que acompasados, caminan bajo la lluvia púrpura que sin tregua sigue cayendo.

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